sábado, 6 de junio de 2015

Eugenio Montejo: las dos caras del poema

Eugenio Montejo, poeta venezolano



Por medio del refinado trabajo de la palabra, Eugenio nos dibuja una perspectiva del mundo única, una visión que sólo podemos alcanzar a través de la poesía, un rostro que sólo podríamos conocer por medio de Terredad: el maravilloso acercamiento a la cara oculta del ser humano, la que más se relaciona con nuestra naturaleza y todo lo que nos rodea. Al tener contacto con Terredad, no es un mero encuentro con un libro de poesía, sino con un espejo que nos descarna y nos desdibuja, dejando a relucir nuestra parte más humana, la que, increíblemente, reside en nuestra alma.
         Montejo tiene una forma muy particular de fundir la esencia del hombre con el todo de la naturaleza, a través de una red de poemas hilvanados que sugieren una misma idea: la vida misma convertida en poesía, tal como lo dice Octavio Paz en El arco y la lira, “¿No sería mejor transformar la vida en poesía que hacer poesía con la vida?”, y es aquí cuando Eugenio presta su cuerpo para dar forma a la masa amorfa del lenguaje, como nos lo presenta en su poema “El esclavo”:

“Ser el esclavo que perdió su cuerpo
para que lo habiten las palabras.
Llevar por huesos flautas inocentes
que alguien toca de lejos
o tal vez nadie. (Sólo es real el soplo
y la ansiedad por descifrarlo).”

         Al leer las últimas líneas de ese fragmento, es casi imposible no remitirse al bello acto de escribir poesía, cuando no se piensa si otro lector conocerá y saboreará el poema, cuando lo que se escribe no se escribe para alguien más. La poesía de Eugenio es dotada de dos caras: una imagen sugerida y una imagen sugerente. Montejo nos presenta un poema que se va destapando para dejarse ver, y que ningún lector podrá interpretar de la misma manera, siempre intentando develar vanamente el misterio de su poesía.
         Eugenio logra, a través de su particular énfasis en la esencia de la naturaleza, enganchar al lector, dejándole nacer una empatía dormida hacia los elementos que caracterizan sus poemas. Quiero, desde el punto de vista de un inocente y fiel lector de poesía, anclarme a cierto poema del cual no me he podido despegar, sin dejarle lugar para el análisis y sin poder mirarlo más que desde el asombro:

“Ciudades marinas, flotantes, entrevistas,
a merced del hastío que dobla el horizonte.
Ciudades que respiran como una durmiente,
mueven una mano, levantan montañas azules,
siguen durmiendo”

         En este fragmento del poema “Ciudades Marinas” ya se puede vislumbrar la partitura que con sus tenues notas nos irá remitiendo de alguna manera al mar. Es maravillosa esa hermosa descripción de las olas, la imagen que nos sugiere cuando escribe “mueven una mano, levantan montañas azules…” y que de alguna manera está latente en toda Terredad. No me refiero a la sugerencia de las olas, sino a su fascinante manera de desnudarnos a través de un verso, dejando a simple vista nuestros recónditos recuerdos, como en este caso ha hecho conmigo al devolverme al mar. Ya lo dijo Octavio Paz: la poesía es invitación al viaje, regreso a la tierra natal. Paz afirma que la poesía ostenta todos los rostros pero que hay quien afirma que no posee ninguno: el poema es una careta que oculta el vacío. Montejo nos presenta un poema que cada lector debe descubrir e ir desvistiendo para contemplar su cara oculta, con un estilo particular que es como una huella dactilar o como un perfume: la poesía de Eugenio es irrepetible. Es casi imposible encasillarlo, pero podemos distinguirlo fácilmente, basta con una simple y somera lectura a alguno de sus poemas para saber que es suyo, pues, todos tienen una misma esencia. Hablando de las imágenes, debo citar al propio Montejo: “la poesía te da una imagen y luego desaparece. Te da un guijarro o una flor”. En la poesía de Montejo, la imagen siempre prevalece, siempre: la imagen tiene más fuerza que la palabra, y es debido a que la poesía no se debe leer desde la razón, sino desde los sentidos. Y es a través de ellos que Eugenio nos conecta con la tierra, eso es la Terredad, aspecto que comprendí al leer “Sólo la tierra”:

“Dormidos flotamos en el éter,
nos arrastran las naves invisibles
hacia mundos remotos
pero sólo en la tierra abren los párpados.


Más que el silencio de la tumba
temo la hora de resurrección:
demasiado terrible
es despertar mañana en otra parte”.

         Es maravilloso ese inexplicable amor de Eugenio por lo que es el mundo terrenal: demasiado terrible despertar en otra parte. Puede estar refiriéndose a su tierra en específico, o a la vida que la tocó vivir, y es aquí cuando se puede crear una conexión con algún otro poema pendiendo del mismo hilo si lo anclamos a “Soy esta vida”:

“Soy esta vida y la que queda,
la que vendrá después en otros días,
en otras vueltas a la tierra.”

         Ya lo he mencionado: cada uno de sus poemas depende de otro, o le da un distinto o mejor sentido a otro.
         Es fascinante la manera en que Montejo nos crea una imagen sin mencionar el elemento. He aquí el más claro ejemplo, un poema que, entero, se vuelve una enorme metonimia:

“Montañas

Se doran cuando el sol las recompensa,
tendidas, calmas, sin un gesto
aunque atesoren sobre su regazo
la paciencia del mundo.

Nos ven envejecer aguardando que hablen,
nos van siguiendo al apartarnos
de ciudad en ciudad,
ondulando a través de remotas ventanas.

Yacen colgadas con sus capas en el aire,
las doblamos mirándolas de lejos,
son trajes de bodas antiguos per intactos,
en las fotografías enmarcan lo que fuimos
y hasta sonríen
siempre tan calmas bajo el sol que las dora,
serenísimas madres”.

***


         Debo decir que estoy sumamente encantado con la pluma de Montejo, y quien lea Terredad quedará enmarcado por un estilo único que nos envuelve, sin permitir despegarnos de tan grandiosa obra poética: la vida es poesía, Eugenio Montejo es vida.

Cine surrealista: El ángel exterminador


Tras el éxito internacional de la película española de 1961, “Viridiana”, Gustavo Alatriste decidió tomarle la mano a su grandioso director para ser el productor de su nuevo filme. Luis Buñuel, junto a Luis Alcoriza, dio luz a un maravilloso guión que no pasaría desapercibido a los ojos de Alatriste.
         Con un estilo propio bastante particular el cual no carecía de autenticidad, Buñuel se dio a conocer en 1928 con “El perro andaluz”, un mediometraje realizado junto a su compañero y amigo Salvador Dalí y financiado por su propia madre. Años más tarde, cuando su fama ya estaba mejor consumada, nos encontramos con “El ángel exterminador”, siendo ésta una película mexicana de gran potencial internacional.
         Lo que interesaba a Buñuel en un principio era rodar una película de catástrofe, ambientada en no más que una cena burgués, con el comportamiento fino y aristocrático de los pertenecientes a ese círculo social derrumbado hasta los más humillantes límites de la degradación. Pero a medida que fue construyendo el guión, otro elemento imprescindible entró en juego y dio vida a toda la esencia de la película.

Luis Buñuel, cineasta español

         Su largometraje es sencillo: un grupo de burgueses es invitado a una cena en la Mansión de los Nóbile luego de haber asistido a la ópera. Conversan, debaten, intercambian opiniones, degustan de sus platos, intercambian risas hipócritamente, y quedan satisfechos luego de haber pasado una excelente noche entre “amigos”. Pero, cuando llega la hora de marcharse, no pueden hacerlo. No logran salir de la mansión por alguna razón desconocida, aunque aparentemente nada se los impida. Ninguno, ni con el mayor esfuerzo, logra dar un paso más allá de la puerta, y se ven todos inmersos bajo lo que parece ser un encanto inexplicable. Se ven obligados a permanecer juntos por horas y hasta quizá días, dejando así, sin otra escapatoria, caer la máscara que oculta sus verdaderos rostros. Se va derritiendo el barniz social tras el que se escondían, y se va develando quiénes son realmente cada uno a la hora de tener que convivir con los demás bajo ese hechizo desconocido.
En la película vemos actitudes a las que sólo podríamos llegar en casos extremos: ingerir papel por ansiedad más que para alimentarse, tocar deliberadamente a la mujer de un compañero, discutir de manera desenfrenada con quien horas antes habías estado compartiendo una copa de vino… y vemos a los protagonistas de esta historia coral en la facha que nunca hubieran querido ser vistos: se cae la mentira, ya no son quienes aparentan ser, y dejan a un lado lo civilizado o aristocrático de esa clase social en la que presuntamente las normas de cortesía son más cultivadas, para volverse egoístas y displicentes bajo la maldición en la que están atrapados y la cual nunca se explica en todo el filme, pues, Buñuel deja ese hecho para la imaginación del espectador.
Ese mismo año, el escritor argentino Julio Cortázar le envía una carta a su colega cineasta Manuel Antín, hablándole de la película:

“Hace dos horas vi El ángel exterminador, y estoy de vuelta a casa, y todo, absolutamente todo me da vueltas, y te estoy escribiendo con una especie de pulpo que va y viene y me arranca las palabras con las patas y las escribe por su cuenta, y todo es increíblemente hermoso y atroz y entre rojo y mujer y una especie de total locura. Manuel, exactamente como lo quiere Luis Buñuel, ese enorme hijo de puta al que estoy apretando en este momento contra mí.
Sabés, una vez más he sentido lo que has de sentir vos cuando estás metido en lo más adentro del cine, de tu cine o del cine que admirás. Pero me ocurre tan pocas veces, es tan raro que el cine valga para mí como una experiencia profunda, como eso que te da la poesía o el amor y a veces alguna novela y algún cuadro, que era necesario que te lo dijera esta noche misma aunque no recibas nunca esta carta.”


 
Carlos Fuentes, Luis Buñuel, Julio Cortázar, México 1975.




E incluso, en una escena de la impecable y siempre recomendada película del director americano Woody Allen, “Midnight in Paris” (Medianoche en París), se hace referencia a este extraordinario filme del director español cuando el protagonista se encuentra con él y le da la idea para rodar una película en la que los abales de la sociedad se vean desplomados por algo inexplicable.
 
Adrien de Van interpretando a Luis Buñuel en "Midnight in Paris" de Woody Allen, junto a Owen Wilson y a la francesa Marion Cotillard



Sin dudas, El ángel exterminador es una película que volvería a ver en cada ocasión que pudiera. Quien la vea quedará enmarcado, al igual que yo, por el estilo de Buñuel. No pierde el tiempo quien se atreva a buscarla, y pasará un par de horas formidables siendo testigo de una verdadera obra de arte audiovisual.

Imágenes de la película:







viernes, 5 de junio de 2015

Una magnífica pieza y un magnífico cuarteto

La música es dotada de un enorme poder de persuasión y nos crea los sentimientos menos descriptibles y más bellos que podamos tener. Ya decía Borges que el mundo de los sonidos es el más extraño del arte, y no se le puede refutar, ya que, considero yo, es el más intangible y menos entendible de todos. La música, al igual que cualquier poema, o cualquier cuadro, o incluso que algunas películas, es sumamente subjetiva. Los sonidos son como serpentinas que nos van rodeando y de las que no podremos escapar, cual si fuera una serpiente hecha de armonías y melodías. Los sonidos, la música, no sólo estimulan el oído, sino que a través de él nos remite a otros lugares y sólo en ella podemos encontrar una ataraxia única.
         Cuando escuché por primera vez este tema musical, mi primera reacción fue de anonadación, principalmente al reflexionar acerca de la posibilidad de que semejante pieza haya sido compuesta por un ser mortal. Astor Piazzolla, su compositor, conocido también como “El gran Astor”, nació el 11 de Marzo de 1921 en el Mar de Plata, Argentina, y su instrumento, al menos el principal, era el bandoneón, muy significativo para el enorme género sello de los argentinos, el tango. En 1984, fue atacado por una iluminación celestial (es la única explicación) para crear una obra desligada de toda unión terrenal de sonidos: Oblivion.
         Siempre supe que la música era el conjunto de sonidos unidos armónica, melódica y rítmicamente. Pero al escuchar la maravillosa pieza de Astor, fue cuando entendí que unir ese conjunto de sonidos es arte.
         Por causalidades irrelevantes, un día cualquiera, descubrí a mi padre en pleno proceso creativo. Sus lentes estaban emparamados de cansancio, su lápiz estaba ya desgastado, en sus brazos descansaba la guitarra que estaba hastiada de sonar, y en un revoltijo de hojas, con esquinas arrugadas y muchas negras y corcheas por todas partes, pude leer un pequeño título que sobresalía: la grandiosa pieza de Piazzolla, Oblivion. Le pregunté a mi padre qué hacía eso escrito allí, y me habló de los nuevos arreglos musicales que estaba haciendo para sus alumnos de bachillerato, pues, para mi sorpresa, estaban montando esa pieza. Durante varios minutos comentamos sobre su maravilla y compartimos el asombro. Y luego, como si no fuera suficiente con ya haberla descubierto, me dijo que buscara otra versión y que la oyera, excelente, de un cuarteto de violoncelos llamado Rastrelli Cello Quartett.

         Es majestuosa. Cada violoncelista se hace protagonista en el transcurrir de la obra, cada uno es una pieza imprescindible en el rompecabeza que van armando desde lejos, como si no tuvieran nada que ver el uno con el otro, pero que en el fondo todos son uno y cada cello es parte de un mismo cello. O eso es lo que creemos al oír esta versión de Oblivion. La inspiración de los músicos se denota en sus rostros mientras cada uno cumple con su parte: son dos quienes se encargan de la armonía, otro es responsable de la melodía y a quien incluso llegamos a confundir con un violín, y el último es el héroe discreto de la pieza, ya que hace el papel de un bajo o contrabajo recurriendo al pizzicato (que es cuando se toca pellizcando las cuerdas con las yemas de los dedos en vez de utilizar el arco). En mitad de la pieza o quizá un poco más adelante, se da una elevación de volumen armónico que me dejó mudo, atónito, extasiado. Pero la música no se puede disfrutar a través de las palabras, y sólo la entenderá quien pruebe su sabor auditivo, no quien lea acerca de ella, así que, sin más preámbulos que los que ya he dado, comparto aquí el extraordinario video de este cuarteto fuera de órbita:


Armando Reverón: La maja criolla

Armando Reverón, pintor venezolano


Uno de los mayores errores que cometemos quienes nos iniciamos dentro del mundo de la pintura, es valorar una pintura por su enorme realismo y no por lo artístico. Pero toparme con esta obra fue un encontronazo, una casualidad casi catártica.
Siempre, desde que tengo consciencia de mis gustos y mis preferencias, he tenido un concepto de la belleza no muy habitual para un niño. Desde que nos empiezan a criar, de manera indirecta nos envenenan la mente con la idea de la persona perfecta, del hombre o mujer ideal. Nos inculcaron que una mujer mientras más feble y esquelética estaría más cercana a la belleza. Pero entonces, por causalidades, nos encontramos con Armando Reverón. El susodicho pintor está considerado como el artista plástico venezolano más importante del siglo XX, y reconocer uno de sus cuadros no es una tarea difícil: tiene una predilección por los colores cálidos que, incluso al pintar el mar, crean una sensación de estar observando una fotografía en sepia, como en su cuadro de las costas de Macuto.

         Lo primero que me llamó la atención de esta obra es que fuera reconocida como “La maja criolla”, haciendo, intuyo, alusión a “La maja desnuda” del pintor español Francisco de Goya, donde la pose de las modelos son casi idénticas. Pues, Reverón, a través de una limitada mezcla de colores nos demuestra la verdadera belleza de un cuerpo ajado. Un hecho que me cautivó del cuadro y que no puede ir desligado de toda subjetividad, es la mano derecha de la mujer donde se puede vislumbrar un pequeño pulgar en la boca. Con este gesto sentí la seguridad de su sensualidad, más que el hecho de que esté desnuda. Pero, no es cualquier desnudo. En la pintura, desde la visión de un inocente e ignorante amante del arte, la mayoría de los desnudos los siento forzados, como si la modelo o mujer no estuviera segura de lo que está haciendo, como si no quisiera destaparse por completo, encogiéndose dentro de su escafandra como si no se le pudiera observar. Pero, esta mujer nos emana (o al menos a mí) todo lo contrario: su comodidad es soberbia y despreocupada, y aunque los colores utilizados sean colores claros como el amarillo o el gris, podemos sentir que la mujer es morena, criolla, de ancho vientre y de rodillas aporreadas: una mujer isleña, venezolana. Es ése, simple y llanamente, el hecho que termina por cautivarme: saber que es una mujer venezolana, mujer de real belleza, mujer de anchas caderas, mujer verdadera. No tengo más para decir sobre esta maravillosa pintura.

La maja criolla, Armando Reverón

jueves, 4 de junio de 2015

La musicalidad del cuento

Julio Cortázar, cuentista argentino.

Estoy confundido. No es una confusión común, es una confusión literaria. Pues, he venido, además de leyendo cuentos, realizando estudios sobre éstos. Ya he leído el decálogo del cuento de Julio Ramón Ribeyro, de Horacio Quiroga, y de Roberto Bolaño. He leído un comentario crítico de Edgar Allan Poe acerca del cuento. He leído la definición de cuento que escribió Julio Cortázar. Y me he enriquecido con miles de definiciones más sobre éste, que ahora siento que no han servido de nada. Y, sin embargo, pese a tantas lecturas sobre este misterioso e increíble género literario, todavía no me ha quedado claro qué es un cuento. Y quizá sea por eso que me parece tan maravilloso. La magia del cuento reside en lo que el escritor decide que sea: un cuento no es encasillable, y cuando creemos tener una definición concreta sobre lo que es, siempre leeremos a algún nuevo escritor que le dé un vuelco total a esa vaga idea que veníamos trayendo al respecto. ¿Qué hace cuento a un cuento? No es una caterva de reglas ni parámetros que intenten moldearlo, sino un conjunto de rasgos que están (o deberían estar) presentes en cada uno de ellos. Aprendí que un cuento debe tener tensión, precisión y brevedad. Esta última característica la agrego un tanto dudoso, porque creo que es la más intermitente de las tres. Es otro aspecto que me fascina de este grandioso género: ¡todo es tan contradictorio! Pues, Hablamos de la brevedad. Poe, en su comentario crítico sobre el cuento, lo recuerdo muy bien, indica que la de un cuento, no debe ser una lectura que pase de una hora, pero de este mismo autor leí un cuento titulado William Wilson el cual excede las sesenta o setenta páginas, las cuales, al menos yo, no leería en ese tiempo. Es por eso que alego que la brevedad es, de los tres rasgos que mencioné, el que menos se presenta. También hay un cuento de Liev Tolstói titulado “La Muerte de Iván Ilich” que sin duda se arriesga a no cumplir con esa característica. Otro caso es el extraordinario cuento de Julio Cortázar, “El perseguidor”, en donde el escritor argentino nos presenta a un saxofonista drogadicto obsesionado con las maravillas del tiempo y de cómo se altera cuando posa sus dedos en su saxofón. Dicho cuento, perteneciente a la colección de “Las armas secretas”, abarca unas setenta páginas de este libro. Evidentemente no cumple con el comentario de Poe. Y no sólo en cuanto a la brevedad. Sino que constantemente uno, como fiel lector de cuentos, puede encontrar en ellos muchísimas contradicciones, lo que hace al cuento un género aun más bello. En “El perseguidor” podemos omitir las tres características que según Poe son intrínsecas dentro de este género. Este cuento de Cortázar, como ya se dijo, no cumple con la brevedad. Pero también omite la tensión y precisión. No recuerdo, cuando me topé con él, haber leído una sola frase que haya sido como un “knock out”, frase de este mismo autor. Aunque, sí cumplió con su deber de entretener, conmover, intrigar y sorprender, como lo indica Julio Ramón Ribeyro en su decálogo para cuentistas. Y posiblemente esta maravilla se dé debido a que “El Perseguidor” es un relato que cabalga entre los dos géneros: cuento y novela. Y es por eso que el cuento, como género, se vuelve tan magnífico: porque no se puede encasillar, reitero. Nadie puede decir cómo es un cuento.
Pero que Cortázar haya escrito un cuento que se salga de esos parámetros, no significa que sus demás cuentos no cumplan con esos rasgos. En su cuento “Graffiti” sí se presentan, indudablemente. En este breve relato, Cortázar nos enmascara una historia que sabremos al final, pero que desde las primeras líneas nos va dando indicio de lo que será a lo largo de la lectura: “tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego…”, una frase que, leída a priori, es como un disparo. En la mera primera oración, ya el escritor nos invita a jugar, nos presenta el inicio de una conmovedora persecución envuelta en una subtrama sin igual: la represión política argentina está latente en la narración. Y me parece increíble que, a través de un pueril y atrevido pasatiempo, que es el arte de pintar graffitis, Cortázar nos presente, además del sentimiento hacia una dictadura, ¡una historia de amor! La historia del imposible encuentro entre dos icónicos personajes. Desde el comienzo del cuento empieza una cacería. Hay un algo que queremos descubrir pero que el escritor no nos permitirá hacerlo hasta las últimas líneas. Pero no por eso pierde tensión, totalmente lo contrario: el lector gana interés al querer descubrir el misterio (si es que lo hay) del cuento. Hay ciertos puntos, en ciertos párrafos, que le dan un vuelco a la historia y es eso lo que sí sirve como un golpe tronador para el lector: cuando en el cuento ocurre lo inesperado, y no precisamente al final. “Había un confuso amontonamiento en el paredón, corriste contra toda sensatez, y sólo te ayudó el azar de un auto dando la vuelta a la esquina y frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el carro y se la llevaran”. Estas líneas, en el cuento Graffiti, son imprescindibles, eficaces, dan directo en el blanco, y es, además del final, el punto clave del cuento, ya que logran conseguir que el lector empiece a esperarse un algo muy distinto del que esperaba cuando empezó a leerlo. ¿Qué ha hecho que yo haya vuelto a leer ese cuento más de veinte veces? La respuesta es sencilla: el lenguaje. Un cuento puede tener tramas grandiosas, pero si el lenguaje no logra su objetivo, se convertirá en un cuento como cualquier otro y dejaría de ser especial. Por medio del lenguaje y a través del ingenio del escritor para saber emplearlo, el cuento es poseedor de un ritmo narrativo único: de una musicalidad.
Una historia se puede comparar soberanamente con la música. En una sinfonía hay altibajos en las notas, cambios de ritmo, cambios de tono, está el crescendo, el decrescendo, el allegretto, está el vivace, y a medida que se van dando esas variaciones, el oyente, o el espectador, va reaccionando de distintas maneras. Pero, al encender la radio, o al sintonizar un canal de videos musicales, cuando lo que escucharemos no es una sinfonía sino una sola canción, no esperamos tantas variaciones dentro de esa pieza musical. En cambio, esperamos solamente una o dos que nos estremezcan en solo tres minutos, que nos den una catarsis inmediata. Lo mismo ocurre con el cuento y la novela: la novela se va sobrellevando como una sinfonía. Mientras leemos una novela, nos percatamos de que la narración es más pausada y se vuelve más tensa cuando lo requiere, teniendo muchos matices, muchos cambios de ritmo. Un cuento es todo lo contrario: en unas pocas líneas nos debe dejar muertos (entiéndase en sentido metafórico, por supuesto) y sin más recursos que los de un par de notas entremezcladas que no se excedan, tal como en una canción.

La novela es una sinfonía, el cuento es una canción.


Por último, dejo aquí el grandioso cuento del grandioso escritor argentino:




Graffiti

A Antoni Tàpies


    Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego, supongo que te hizo gracia encontrar un dibujo al lado del tuyo, lo atribuiste a una casualidad o a un capricho y sólo la segunda vez te diste cuenta que era intencionado y entonces lo miraste despacio, incluso volviste más tarde para mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle en su momento más solitario, acercarse con indiferencia y nunca mirar los grafitti de frente sino desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por la vidriera de al lado, yéndote en seguida.

    Tu propio juego había empezado por aburrimiento, no era en verdad una protesta contra el estado de cosas en la ciudad, el toque de queda, la prohibición amenazante de pegar carteles o escribir en los muros. Simplemente te divertía hacer dibujos con tizas de colores (no te gustaba el término grafitti, tan de crítico de arte) y de cuando en cuando venir a verlos y hasta con un poco de suerte asistir a la llegada del camión municipal y a los insultos inútiles de los empleados mientras borraban los dibujos. Poco les importaba que no fueran dibujos políticos, la prohibición abarcaba cualquier cosa, y si algún niño se hubiera atrevido a dibujar una casa o un perro, lo mismo lo hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En la ciudad ya no se sabía demasiado de que lado estaba verdaderamente el miedo; quizás por eso te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para hacer un dibujo.

    Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien, y en el tiempo que transcurría hasta que llegaban los camiones de limpieza se abría para vos algo como un espacio más limpio donde casi cabía la esperanza. Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al pasar, nadie se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o dos figuras enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la hizo desaparecer. Después solamente seguiste haciendo dibujos.

    Cuando el otro apareció al lado del tuyo casi tuviste miedo, de golpe el peligro se volvía doble, alguien se animaba como vos a divertirse al borde de la cárcel o algo peor, y ese alguien como si fuera poco era una mujer. Vos mismo no podías probártelo, había algo diferente y mejor que las pruebas más rotundas: un trazo, una predilección por las tizas cálidas, un aura. A lo mejor como andabas solo te imaginaste por compensación; la admiraste, tuviste miedo por ella, esperaste que fuera la única vez, casi te delataste cuando ella volvió a dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas de reír, de quedarte ahí delante como si los policías fueran ciegos o idiotas.

    Empezó un tiempo diferente, más sigiloso, más bello y amenazante a la vez. Descuidando tu empleo salías en cualquier momento con la esperanza de sorprenderla, elegiste para tus dibujos esas calles que podías recorrer de un solo rápido itinerario; volviste al alba, al anochecer, a las tres de la mañana. Fue un tiempo de contradicción insoportable, la decepción de encontrar un nuevo dibujo de ella junto a alguno de los tuyos y la calle vacía, y la de no encontrar nada y sentir la calle aún más vacía. Una noche viste su primer dibujo solo; lo había hecho con tizas rojas y azules en una puerta de garage, aprovechando la textura de las maderas carcomidas y las cabezas de los clavos. Era más que nunca ella, el trazo, los colores, pero además sentiste que ese dibujo valía como un pedido o una interrogación, una manera de llamarte. Volviste al alba, después que las patrullas relegaron en su sordo drenaje, y en el resto de la puerta dibujaste un rápido paisaje con velas y tajamares; de no mirarlo bien se hubiera dicho un juego de líneas al azar, pero ella sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco de una pareja de policías, en tu departamento bebiste ginebra tras ginebra y le hablaste, le dijiste todo lo que te venía a la boca como otro dibujo sonoro, otro puerto con velas, la imaginaste morena y silenciosa, le elegiste labios y senos, la quisiste un poco.

    Casi en seguida se te ocurrió que ella buscaría una respuesta, que volvería a su dibujo como vos volvías ahora a los tuyos, y aunque el peligro era cada vez mayor después de los atentados en el mercado te atreviste a acercarte al garage, a rondar la manzana, a tomar interminables cervezas en el café de la esquina. Era absurdo porque ella no se detendría después de ver tu dibujo, cualquiera de las muchas mujeres que iban y venían podía ser ella. Al amanecer del segundo día elegiste un paredón gris y dibujaste un triángulo blanco rodeado de manchas como hojas de roble; desde el mismo café de la esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la puerta del garage y una patrulla volvía y volvía rabiosa), al anochecer te alejaste un poco pero eligiendo diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a otro, comprando mínimas cosas en las tiendas para no llamar demasiado la atención. Ya era noche cerrada cuando oíste la sirena y los proyectores te barrieron los ojos. Había un confuso amontonamiento junto al paredón, corriste contra toda sensatez y sólo te ayudó el azar de un auto dando vuelta a la esquina y frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el carro y se la llevaran.

    Mucho después (era horrible temblar así, era horrible pensar que eso pasaba por culpa de tu dibujo en el paredón gris) te mezclaste con otras gentes y alcanzaste a ver un esbozo en azul, los trazos de ese naranja que era como su nombre o su boca, ella así en ese dibujo truncado que los policías habían borroneado antes de llevársela; quedaba lo bastante como para comprender que había querido responder a tu triángulo con otra figura, un círculo o acaso un espiral, una forma llena y hermosa, algo como un sí o un siempre o un ahora.

    Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los detalles de lo que estaría sucediendo en el cuartel central; en la ciudad todo eso rezumaba poco a poco, la gente estaba al tanto del destino de los prisioneros, y si a veces volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido no verlos y que al igual que la mayoría se perdieran en ese silencio que nadie se atrevía a quebrar. Lo sabías de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más a morderte las manos, a pisotear tizas de colores antes de perderte en la borrachera y en el llanto.

    Sí, pero los días pasaban y ya no sabías vivir de otra manera. Volviste a abandonar tu trabajo para dar vueltas por las calles, mirar fugitivamente las paredes y las puertas donde ella y vos habían dibujado. Todo limpio, todo claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la inocencia de un colegial que roba una tiza en la clase y no resiste el placer de usarla. Tampoco vos pudiste resistir, y un mes después te levantaste al amanecer y volviste a la calle del garage. No había patrullas, las paredes estaban perfectamente limpias; un gato te miró cauteloso desde un portal cuando sacaste las tizas y en el mismo lugar, allí donde ella había dejado su dibujo, llenaste las maderas con un grito verde, una roja llamarada de reconocimiento y de amor, envolviste tu dibujo con un óvalo que era también tu boca y la suya y la esperanza. Los pasos en la esquina te lanzaron a una carrera afelpada, al refugio de una pila de cajones vacíos; un borracho vacilante se acercó canturreando, quiso patear al gato y cayó boca abajo a los pies del dibujo. Te fuiste lentamente, ya seguro, y con el primer sol dormiste como no habías dormido en mucho tiempo.

    Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían borrado todavía. Volviste al mediodía: casi inconcebiblemente seguía ahí. La agitación en los suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaban a la patrulla de su rutina; al anochecer volviste a verlo como tanta gente lo había visto a lo largo del día. Esperaste hasta las tres de la mañana para regresar, la calle estaba vacía y negra. Desde lejos descubriste otro dibujo, sólo vos podrías haberlo distinguido tan pequeño en lo alto y a la izquierda del tuyo. Te acercaste con algo que era sed y horror al mismo tiempo, viste el óvalo naranja y las manchas violetas de donde parecía saltar una cara tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada a puñetazos. Ya sé, ya sé ¿pero qué otra cosa hubiera podido dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido ahora? De alguna manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que siguieras. Algo tenía que dejarte antes de volverme a mi refugio donde ya no había ningún espejo, solamente un hueco para esconderme hasta el fin en la más completa oscuridad, recordando tantas cosas y a veces, así como había imaginado tu vida, imaginando que hacías otros dibujos, que salías por la noche para hacer otros dibujos.