jueves, 4 de junio de 2015

La musicalidad del cuento

Julio Cortázar, cuentista argentino.

Estoy confundido. No es una confusión común, es una confusión literaria. Pues, he venido, además de leyendo cuentos, realizando estudios sobre éstos. Ya he leído el decálogo del cuento de Julio Ramón Ribeyro, de Horacio Quiroga, y de Roberto Bolaño. He leído un comentario crítico de Edgar Allan Poe acerca del cuento. He leído la definición de cuento que escribió Julio Cortázar. Y me he enriquecido con miles de definiciones más sobre éste, que ahora siento que no han servido de nada. Y, sin embargo, pese a tantas lecturas sobre este misterioso e increíble género literario, todavía no me ha quedado claro qué es un cuento. Y quizá sea por eso que me parece tan maravilloso. La magia del cuento reside en lo que el escritor decide que sea: un cuento no es encasillable, y cuando creemos tener una definición concreta sobre lo que es, siempre leeremos a algún nuevo escritor que le dé un vuelco total a esa vaga idea que veníamos trayendo al respecto. ¿Qué hace cuento a un cuento? No es una caterva de reglas ni parámetros que intenten moldearlo, sino un conjunto de rasgos que están (o deberían estar) presentes en cada uno de ellos. Aprendí que un cuento debe tener tensión, precisión y brevedad. Esta última característica la agrego un tanto dudoso, porque creo que es la más intermitente de las tres. Es otro aspecto que me fascina de este grandioso género: ¡todo es tan contradictorio! Pues, Hablamos de la brevedad. Poe, en su comentario crítico sobre el cuento, lo recuerdo muy bien, indica que la de un cuento, no debe ser una lectura que pase de una hora, pero de este mismo autor leí un cuento titulado William Wilson el cual excede las sesenta o setenta páginas, las cuales, al menos yo, no leería en ese tiempo. Es por eso que alego que la brevedad es, de los tres rasgos que mencioné, el que menos se presenta. También hay un cuento de Liev Tolstói titulado “La Muerte de Iván Ilich” que sin duda se arriesga a no cumplir con esa característica. Otro caso es el extraordinario cuento de Julio Cortázar, “El perseguidor”, en donde el escritor argentino nos presenta a un saxofonista drogadicto obsesionado con las maravillas del tiempo y de cómo se altera cuando posa sus dedos en su saxofón. Dicho cuento, perteneciente a la colección de “Las armas secretas”, abarca unas setenta páginas de este libro. Evidentemente no cumple con el comentario de Poe. Y no sólo en cuanto a la brevedad. Sino que constantemente uno, como fiel lector de cuentos, puede encontrar en ellos muchísimas contradicciones, lo que hace al cuento un género aun más bello. En “El perseguidor” podemos omitir las tres características que según Poe son intrínsecas dentro de este género. Este cuento de Cortázar, como ya se dijo, no cumple con la brevedad. Pero también omite la tensión y precisión. No recuerdo, cuando me topé con él, haber leído una sola frase que haya sido como un “knock out”, frase de este mismo autor. Aunque, sí cumplió con su deber de entretener, conmover, intrigar y sorprender, como lo indica Julio Ramón Ribeyro en su decálogo para cuentistas. Y posiblemente esta maravilla se dé debido a que “El Perseguidor” es un relato que cabalga entre los dos géneros: cuento y novela. Y es por eso que el cuento, como género, se vuelve tan magnífico: porque no se puede encasillar, reitero. Nadie puede decir cómo es un cuento.
Pero que Cortázar haya escrito un cuento que se salga de esos parámetros, no significa que sus demás cuentos no cumplan con esos rasgos. En su cuento “Graffiti” sí se presentan, indudablemente. En este breve relato, Cortázar nos enmascara una historia que sabremos al final, pero que desde las primeras líneas nos va dando indicio de lo que será a lo largo de la lectura: “tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego…”, una frase que, leída a priori, es como un disparo. En la mera primera oración, ya el escritor nos invita a jugar, nos presenta el inicio de una conmovedora persecución envuelta en una subtrama sin igual: la represión política argentina está latente en la narración. Y me parece increíble que, a través de un pueril y atrevido pasatiempo, que es el arte de pintar graffitis, Cortázar nos presente, además del sentimiento hacia una dictadura, ¡una historia de amor! La historia del imposible encuentro entre dos icónicos personajes. Desde el comienzo del cuento empieza una cacería. Hay un algo que queremos descubrir pero que el escritor no nos permitirá hacerlo hasta las últimas líneas. Pero no por eso pierde tensión, totalmente lo contrario: el lector gana interés al querer descubrir el misterio (si es que lo hay) del cuento. Hay ciertos puntos, en ciertos párrafos, que le dan un vuelco a la historia y es eso lo que sí sirve como un golpe tronador para el lector: cuando en el cuento ocurre lo inesperado, y no precisamente al final. “Había un confuso amontonamiento en el paredón, corriste contra toda sensatez, y sólo te ayudó el azar de un auto dando la vuelta a la esquina y frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el carro y se la llevaran”. Estas líneas, en el cuento Graffiti, son imprescindibles, eficaces, dan directo en el blanco, y es, además del final, el punto clave del cuento, ya que logran conseguir que el lector empiece a esperarse un algo muy distinto del que esperaba cuando empezó a leerlo. ¿Qué ha hecho que yo haya vuelto a leer ese cuento más de veinte veces? La respuesta es sencilla: el lenguaje. Un cuento puede tener tramas grandiosas, pero si el lenguaje no logra su objetivo, se convertirá en un cuento como cualquier otro y dejaría de ser especial. Por medio del lenguaje y a través del ingenio del escritor para saber emplearlo, el cuento es poseedor de un ritmo narrativo único: de una musicalidad.
Una historia se puede comparar soberanamente con la música. En una sinfonía hay altibajos en las notas, cambios de ritmo, cambios de tono, está el crescendo, el decrescendo, el allegretto, está el vivace, y a medida que se van dando esas variaciones, el oyente, o el espectador, va reaccionando de distintas maneras. Pero, al encender la radio, o al sintonizar un canal de videos musicales, cuando lo que escucharemos no es una sinfonía sino una sola canción, no esperamos tantas variaciones dentro de esa pieza musical. En cambio, esperamos solamente una o dos que nos estremezcan en solo tres minutos, que nos den una catarsis inmediata. Lo mismo ocurre con el cuento y la novela: la novela se va sobrellevando como una sinfonía. Mientras leemos una novela, nos percatamos de que la narración es más pausada y se vuelve más tensa cuando lo requiere, teniendo muchos matices, muchos cambios de ritmo. Un cuento es todo lo contrario: en unas pocas líneas nos debe dejar muertos (entiéndase en sentido metafórico, por supuesto) y sin más recursos que los de un par de notas entremezcladas que no se excedan, tal como en una canción.

La novela es una sinfonía, el cuento es una canción.


Por último, dejo aquí el grandioso cuento del grandioso escritor argentino:




Graffiti

A Antoni Tàpies


    Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego, supongo que te hizo gracia encontrar un dibujo al lado del tuyo, lo atribuiste a una casualidad o a un capricho y sólo la segunda vez te diste cuenta que era intencionado y entonces lo miraste despacio, incluso volviste más tarde para mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle en su momento más solitario, acercarse con indiferencia y nunca mirar los grafitti de frente sino desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por la vidriera de al lado, yéndote en seguida.

    Tu propio juego había empezado por aburrimiento, no era en verdad una protesta contra el estado de cosas en la ciudad, el toque de queda, la prohibición amenazante de pegar carteles o escribir en los muros. Simplemente te divertía hacer dibujos con tizas de colores (no te gustaba el término grafitti, tan de crítico de arte) y de cuando en cuando venir a verlos y hasta con un poco de suerte asistir a la llegada del camión municipal y a los insultos inútiles de los empleados mientras borraban los dibujos. Poco les importaba que no fueran dibujos políticos, la prohibición abarcaba cualquier cosa, y si algún niño se hubiera atrevido a dibujar una casa o un perro, lo mismo lo hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En la ciudad ya no se sabía demasiado de que lado estaba verdaderamente el miedo; quizás por eso te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para hacer un dibujo.

    Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien, y en el tiempo que transcurría hasta que llegaban los camiones de limpieza se abría para vos algo como un espacio más limpio donde casi cabía la esperanza. Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al pasar, nadie se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o dos figuras enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la hizo desaparecer. Después solamente seguiste haciendo dibujos.

    Cuando el otro apareció al lado del tuyo casi tuviste miedo, de golpe el peligro se volvía doble, alguien se animaba como vos a divertirse al borde de la cárcel o algo peor, y ese alguien como si fuera poco era una mujer. Vos mismo no podías probártelo, había algo diferente y mejor que las pruebas más rotundas: un trazo, una predilección por las tizas cálidas, un aura. A lo mejor como andabas solo te imaginaste por compensación; la admiraste, tuviste miedo por ella, esperaste que fuera la única vez, casi te delataste cuando ella volvió a dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas de reír, de quedarte ahí delante como si los policías fueran ciegos o idiotas.

    Empezó un tiempo diferente, más sigiloso, más bello y amenazante a la vez. Descuidando tu empleo salías en cualquier momento con la esperanza de sorprenderla, elegiste para tus dibujos esas calles que podías recorrer de un solo rápido itinerario; volviste al alba, al anochecer, a las tres de la mañana. Fue un tiempo de contradicción insoportable, la decepción de encontrar un nuevo dibujo de ella junto a alguno de los tuyos y la calle vacía, y la de no encontrar nada y sentir la calle aún más vacía. Una noche viste su primer dibujo solo; lo había hecho con tizas rojas y azules en una puerta de garage, aprovechando la textura de las maderas carcomidas y las cabezas de los clavos. Era más que nunca ella, el trazo, los colores, pero además sentiste que ese dibujo valía como un pedido o una interrogación, una manera de llamarte. Volviste al alba, después que las patrullas relegaron en su sordo drenaje, y en el resto de la puerta dibujaste un rápido paisaje con velas y tajamares; de no mirarlo bien se hubiera dicho un juego de líneas al azar, pero ella sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco de una pareja de policías, en tu departamento bebiste ginebra tras ginebra y le hablaste, le dijiste todo lo que te venía a la boca como otro dibujo sonoro, otro puerto con velas, la imaginaste morena y silenciosa, le elegiste labios y senos, la quisiste un poco.

    Casi en seguida se te ocurrió que ella buscaría una respuesta, que volvería a su dibujo como vos volvías ahora a los tuyos, y aunque el peligro era cada vez mayor después de los atentados en el mercado te atreviste a acercarte al garage, a rondar la manzana, a tomar interminables cervezas en el café de la esquina. Era absurdo porque ella no se detendría después de ver tu dibujo, cualquiera de las muchas mujeres que iban y venían podía ser ella. Al amanecer del segundo día elegiste un paredón gris y dibujaste un triángulo blanco rodeado de manchas como hojas de roble; desde el mismo café de la esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la puerta del garage y una patrulla volvía y volvía rabiosa), al anochecer te alejaste un poco pero eligiendo diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a otro, comprando mínimas cosas en las tiendas para no llamar demasiado la atención. Ya era noche cerrada cuando oíste la sirena y los proyectores te barrieron los ojos. Había un confuso amontonamiento junto al paredón, corriste contra toda sensatez y sólo te ayudó el azar de un auto dando vuelta a la esquina y frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el carro y se la llevaran.

    Mucho después (era horrible temblar así, era horrible pensar que eso pasaba por culpa de tu dibujo en el paredón gris) te mezclaste con otras gentes y alcanzaste a ver un esbozo en azul, los trazos de ese naranja que era como su nombre o su boca, ella así en ese dibujo truncado que los policías habían borroneado antes de llevársela; quedaba lo bastante como para comprender que había querido responder a tu triángulo con otra figura, un círculo o acaso un espiral, una forma llena y hermosa, algo como un sí o un siempre o un ahora.

    Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los detalles de lo que estaría sucediendo en el cuartel central; en la ciudad todo eso rezumaba poco a poco, la gente estaba al tanto del destino de los prisioneros, y si a veces volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido no verlos y que al igual que la mayoría se perdieran en ese silencio que nadie se atrevía a quebrar. Lo sabías de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más a morderte las manos, a pisotear tizas de colores antes de perderte en la borrachera y en el llanto.

    Sí, pero los días pasaban y ya no sabías vivir de otra manera. Volviste a abandonar tu trabajo para dar vueltas por las calles, mirar fugitivamente las paredes y las puertas donde ella y vos habían dibujado. Todo limpio, todo claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la inocencia de un colegial que roba una tiza en la clase y no resiste el placer de usarla. Tampoco vos pudiste resistir, y un mes después te levantaste al amanecer y volviste a la calle del garage. No había patrullas, las paredes estaban perfectamente limpias; un gato te miró cauteloso desde un portal cuando sacaste las tizas y en el mismo lugar, allí donde ella había dejado su dibujo, llenaste las maderas con un grito verde, una roja llamarada de reconocimiento y de amor, envolviste tu dibujo con un óvalo que era también tu boca y la suya y la esperanza. Los pasos en la esquina te lanzaron a una carrera afelpada, al refugio de una pila de cajones vacíos; un borracho vacilante se acercó canturreando, quiso patear al gato y cayó boca abajo a los pies del dibujo. Te fuiste lentamente, ya seguro, y con el primer sol dormiste como no habías dormido en mucho tiempo.

    Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían borrado todavía. Volviste al mediodía: casi inconcebiblemente seguía ahí. La agitación en los suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaban a la patrulla de su rutina; al anochecer volviste a verlo como tanta gente lo había visto a lo largo del día. Esperaste hasta las tres de la mañana para regresar, la calle estaba vacía y negra. Desde lejos descubriste otro dibujo, sólo vos podrías haberlo distinguido tan pequeño en lo alto y a la izquierda del tuyo. Te acercaste con algo que era sed y horror al mismo tiempo, viste el óvalo naranja y las manchas violetas de donde parecía saltar una cara tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada a puñetazos. Ya sé, ya sé ¿pero qué otra cosa hubiera podido dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido ahora? De alguna manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que siguieras. Algo tenía que dejarte antes de volverme a mi refugio donde ya no había ningún espejo, solamente un hueco para esconderme hasta el fin en la más completa oscuridad, recordando tantas cosas y a veces, así como había imaginado tu vida, imaginando que hacías otros dibujos, que salías por la noche para hacer otros dibujos.



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