La música es dotada de un
enorme poder de persuasión y nos crea los sentimientos menos descriptibles y
más bellos que podamos tener. Ya decía Borges que el mundo de los sonidos es el
más extraño del arte, y no se le puede refutar, ya que, considero yo, es el más
intangible y menos entendible de todos. La música, al igual que cualquier
poema, o cualquier cuadro, o incluso que algunas películas, es sumamente
subjetiva. Los sonidos son como serpentinas que nos van rodeando y de las que
no podremos escapar, cual si fuera una serpiente hecha de armonías y melodías.
Los sonidos, la música, no sólo estimulan el oído, sino que a través de él nos
remite a otros lugares y sólo en ella podemos encontrar una ataraxia única.
Cuando escuché por primera vez este tema musical, mi primera
reacción fue de anonadación, principalmente al reflexionar acerca de la
posibilidad de que semejante pieza haya sido compuesta por un ser mortal. Astor
Piazzolla, su compositor, conocido también como “El gran Astor”, nació el 11 de
Marzo de 1921 en el Mar de Plata, Argentina, y su instrumento, al menos el
principal, era el bandoneón, muy significativo para el enorme género sello de
los argentinos, el tango. En 1984, fue atacado por una iluminación celestial
(es la única explicación) para crear una obra desligada de toda unión terrenal
de sonidos: Oblivion.
Siempre supe que la música era el conjunto de sonidos unidos
armónica, melódica y rítmicamente. Pero al escuchar la maravillosa pieza de Astor,
fue cuando entendí que unir ese conjunto de sonidos es arte.
Por causalidades irrelevantes, un día cualquiera, descubrí a
mi padre en pleno proceso creativo. Sus lentes estaban emparamados de
cansancio, su lápiz estaba ya desgastado, en sus brazos descansaba la guitarra
que estaba hastiada de sonar, y en un revoltijo de hojas, con esquinas
arrugadas y muchas negras y corcheas por todas partes, pude leer un pequeño
título que sobresalía: la grandiosa pieza de Piazzolla, Oblivion. Le pregunté a
mi padre qué hacía eso escrito allí, y me habló de los nuevos arreglos
musicales que estaba haciendo para sus alumnos de bachillerato, pues, para mi
sorpresa, estaban montando esa pieza. Durante varios minutos comentamos sobre su
maravilla y compartimos el asombro. Y luego, como si no fuera suficiente con ya
haberla descubierto, me dijo que buscara otra versión y que la oyera,
excelente, de un cuarteto de violoncelos llamado Rastrelli Cello Quartett.
Es majestuosa.
Cada violoncelista se hace protagonista en el transcurrir de la obra, cada uno
es una pieza imprescindible en el rompecabeza que van armando desde lejos, como si no tuvieran
nada que ver el uno con el otro, pero que en el fondo todos son uno y cada
cello es parte de un mismo cello. O eso es lo que creemos al oír esta versión
de Oblivion. La inspiración de los músicos se denota en sus rostros mientras
cada uno cumple con su parte: son dos quienes se encargan de la armonía, otro
es responsable de la melodía y a quien incluso llegamos a confundir con un
violín, y el último es el héroe discreto de la pieza, ya que hace el papel de
un bajo o contrabajo recurriendo al pizzicato (que es cuando se toca
pellizcando las cuerdas con las yemas de los dedos en vez de utilizar el arco).
En mitad de la pieza o quizá un poco más adelante, se da una elevación de
volumen armónico que me dejó mudo, atónito, extasiado. Pero la música no se puede
disfrutar a través de las palabras, y sólo la entenderá quien pruebe su sabor
auditivo, no quien lea acerca de ella, así que, sin más preámbulos que los que
ya he dado, comparto aquí el extraordinario video de este cuarteto fuera de
órbita:
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