viernes, 5 de junio de 2015

Una magnífica pieza y un magnífico cuarteto

La música es dotada de un enorme poder de persuasión y nos crea los sentimientos menos descriptibles y más bellos que podamos tener. Ya decía Borges que el mundo de los sonidos es el más extraño del arte, y no se le puede refutar, ya que, considero yo, es el más intangible y menos entendible de todos. La música, al igual que cualquier poema, o cualquier cuadro, o incluso que algunas películas, es sumamente subjetiva. Los sonidos son como serpentinas que nos van rodeando y de las que no podremos escapar, cual si fuera una serpiente hecha de armonías y melodías. Los sonidos, la música, no sólo estimulan el oído, sino que a través de él nos remite a otros lugares y sólo en ella podemos encontrar una ataraxia única.
         Cuando escuché por primera vez este tema musical, mi primera reacción fue de anonadación, principalmente al reflexionar acerca de la posibilidad de que semejante pieza haya sido compuesta por un ser mortal. Astor Piazzolla, su compositor, conocido también como “El gran Astor”, nació el 11 de Marzo de 1921 en el Mar de Plata, Argentina, y su instrumento, al menos el principal, era el bandoneón, muy significativo para el enorme género sello de los argentinos, el tango. En 1984, fue atacado por una iluminación celestial (es la única explicación) para crear una obra desligada de toda unión terrenal de sonidos: Oblivion.
         Siempre supe que la música era el conjunto de sonidos unidos armónica, melódica y rítmicamente. Pero al escuchar la maravillosa pieza de Astor, fue cuando entendí que unir ese conjunto de sonidos es arte.
         Por causalidades irrelevantes, un día cualquiera, descubrí a mi padre en pleno proceso creativo. Sus lentes estaban emparamados de cansancio, su lápiz estaba ya desgastado, en sus brazos descansaba la guitarra que estaba hastiada de sonar, y en un revoltijo de hojas, con esquinas arrugadas y muchas negras y corcheas por todas partes, pude leer un pequeño título que sobresalía: la grandiosa pieza de Piazzolla, Oblivion. Le pregunté a mi padre qué hacía eso escrito allí, y me habló de los nuevos arreglos musicales que estaba haciendo para sus alumnos de bachillerato, pues, para mi sorpresa, estaban montando esa pieza. Durante varios minutos comentamos sobre su maravilla y compartimos el asombro. Y luego, como si no fuera suficiente con ya haberla descubierto, me dijo que buscara otra versión y que la oyera, excelente, de un cuarteto de violoncelos llamado Rastrelli Cello Quartett.

         Es majestuosa. Cada violoncelista se hace protagonista en el transcurrir de la obra, cada uno es una pieza imprescindible en el rompecabeza que van armando desde lejos, como si no tuvieran nada que ver el uno con el otro, pero que en el fondo todos son uno y cada cello es parte de un mismo cello. O eso es lo que creemos al oír esta versión de Oblivion. La inspiración de los músicos se denota en sus rostros mientras cada uno cumple con su parte: son dos quienes se encargan de la armonía, otro es responsable de la melodía y a quien incluso llegamos a confundir con un violín, y el último es el héroe discreto de la pieza, ya que hace el papel de un bajo o contrabajo recurriendo al pizzicato (que es cuando se toca pellizcando las cuerdas con las yemas de los dedos en vez de utilizar el arco). En mitad de la pieza o quizá un poco más adelante, se da una elevación de volumen armónico que me dejó mudo, atónito, extasiado. Pero la música no se puede disfrutar a través de las palabras, y sólo la entenderá quien pruebe su sabor auditivo, no quien lea acerca de ella, así que, sin más preámbulos que los que ya he dado, comparto aquí el extraordinario video de este cuarteto fuera de órbita:


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